Grecia
Siguiendo el hilo de la historia de la perfumería llegamos a un de sus hitos más importantes, Grecia. En la Grecia clásica todo cuanto representaba belleza, estética, armonía, proporción, equilibrio, tenía un origen divino y se personificaba en divinidades y héroes mitológicos. No es extraño, por tanto, que supusiesen a los ungüentos y perfumes que contribuían a enaltecer la belleza, un origen divino.
Según la tradición homérica fueron los dioses del Olimpo quienes enseñaron a los hombres y a las mujeres el uso de los perfumes. En la mitología, encontramos muchos relatos en los que diosas, ninfas y otros personajes pasan por ser los creadores de los aromas. Y así vemos que la rosa, que antes era blanca y sin olor, tiene su color rojo y su aroma penetrante, desde el día en que Venus se clavó una espina de un rosal y con su sangre la tiñó de rojo. La rosa se volvió tan bella que Cupido, al verla, la besó y desde aquel momento tomó el aroma que ahora tiene.
Otro día que Venus se bañaba a la orilla de un lago, fue sorprendida por unos sátiros. Venus, huyendo, se escondió entre unas matas de mirto que la cubrieron y los sátiros no la encontraron. Agradecida dio a los mirtos la fragancia intensa que ahora desprenden. Cuando Esmirna cometió su gran pecado, como castigo fue convertida en un árbol, pero lloró tan amargamente que las diosas aminoraron el castigo y la convirtieron en el árbol de la mirra que llora resinas aromáticas.
Dejando aparte la mitología, el origen y desarrollo de la perfumería en Grecia lo encontramos en sus vecinos de Creta y en sus colonias, así como en Siria y otros pueblos mediterráneos. Los perfumistas de estos países instalaron sus negocios en las ciudades griegas, y, en pequeñas tiendas o en paradas desmontables en las ágoras o en los mercados públicos, vendían los productos que elaboraban. Los griegos no tardaron en aprender y muy pronto importaron esencias orientales y se convirtieron en grandes maestros en la elaboración de ungüentos y perfumes. Hombres y mujeres los usaban en tanta abundancia que Solón, uno de los siete sabios de Grecia, prohibió por ley el uso de esencias para limitar los gastos que ocasionaban sus importaciones.
Estas leyes restrictivas duraron poco tiempo. No se podía ir en contra de la voluntad de la mayoría y muy pronto volvió la costumbre de perfumarse y ofrecer a los dioses, después de los sacrificios habituales de animales, los aromas del incienso y de la mirra en los actos litúrgicos. Estas resinas olorosas las importaban de Arabia y resultaban muy costosas, hasta el punto, que cuenta Heródoto, que en cierta ocasión vio como Alejandro Magno ofrecía en su oración gran cantidad de incienso delante un altar, su maestro Leónidas le reprendió diciéndole: “si quieres quemar tanto incienso espera conquistar la tierra que lo produce”. Alejandro no respondió, pero más tarde, cuando conquistó la Arabia, envió a Leónidas un cargamento de 500 talentos de incienso y 100 de mirra.
Pero no todo el mundo en Grecia tenía afición por los olores. A Sócrates no le gustaban y afirmaba que los hombres no debieran usar perfumes, puesto que una vez perfumados, hacía el mismo olor un hombre libre que un esclavo. En cambio, Diógenes que era hombre descuidado, más bien sucio, que vivía dentro de un tonel, se perfumaba los pies y lo justificaba diciendo: “si me perfumo mis pies, el olor llega a mi nariz, si me lo pongo en la cabeza solo los pájaros pueden olerlo”. La gran aportación de los griegos a la perfumería fue el de aplicar su arte a los frascos de cerámica que se utilizaban como recipiente para guardar los perfumes y que todavía hoy no han sido superados en belleza. Los griegos que diseñaron gran cantidad de frascos de cerámica para todos los usos, crearon siete formas de frascos para guardar perfumes y los decoraron con motivos geométricos, o de animales fantásticos o bien de escenas mitológicas o cotidianas de figuras negras o rojas según el tiempo. El más clásico y extendido era el “lekytos”, un vaso esbelto y elegante y tan divulgado, que en Grecia se decía de alguien que era pobre de solemnidad, “que no tenía ni un lekytos”.